Diálogo en la frontera

Desde la fraternidad Magrebí de la Comunidad Horeb, el hermano José nos acerca una valiosa reflexión.                                                  
Testimonio publicado en el
 
Estamos en la frontera, una línea sobre el mapa que recorre miles de kilómetros y divide el desierto en trozos según los intereses de unos cuantos países. Es el fruto de la descolonización en África. Fronteras artificiales que originaron la separación de culturas y han dado origen a conflictos sociales de diversa intensidad. También hay fronteras culturales, idiomáticas, religiosas... nuestra fraternidad magrebí vive en la frontera y en ella intentamos emular la vida y obra de Carlos de Foucauld; pero los tiempos son diferentes. Foucauld no conoció estas fronteras físicas, ni la deriva integrista en el Islam, ni las tensiones que hoy sacuden al Sahara; pero supo descubrir, aprovechar y transmitir la experiencia del desierto, el físico y el personal. Digamos que pudo desarrollar su actividad con cierta tranquilidad, protegido por las tribus de nómadas tuareg, a pesas de lo cual perdió la vida de forma violenta. Ahora se respira más odio y violencia, pues muchos tuaregs se han reconvertido en mercaderes de narcotraficantes y contrabandistas.

Hay otras fronteras, no sobre el terreno y el mapa. Son fronteras imaginarias. La mentalidad del beduino es muy diferente a la nuestra. Su cosmovisión se construye sobre elementos paganos y religiosos, supersticiones preislámicas y leyes musulmanas. Es muy complicado entenderlo y más difícil explicarlo. Entran en juego también los dialectos e idiomas locales, el folklore, la composición tribal, etc. El diálogo así se convierte en algo escurridizo, aunque hablemos la misma lengua. Se nos escapa la esencia. Sería necesario efectuar una investigación científica sobre los aspectos cognitivos del pensamiento beduino.
 
De ahí que a la hora de promover encuentros interreligiosos sean muy importantes los modos, los gestos, los símbolos que entran en juego aun sin ser conscientes de ello.
 
La experiencia me dice que el diálogo interreligioso no es más que una suerte de esfuerzo intelectual con intenciones académicas; pero con poco recorrido posterior. Todo empieza y acaba entre cuatro paredes, a veces en un pabellón de música o en una gran sala de conferencias. En ocasiones pueden publicarse unas actas, un libro, un artículo, un vídeo que recoge la experiencia ¿Qué importancia tiene? Sirven para divulgar manifiestos huecos, sin vida. ¿Por qué? Porque nos hemos perdido la esencia, la comunión real. ¿Y en qué consiste esta comunión? ¿Acaso se trata de aproximar puntos de vista teológicos? ¿O establecer una teología comparada? ¿Tal vez debemos fijar una agenda para ir dando pasos? ¿En qué dirección? ¿Con qué intención? ¿Para qué?
 
Estas y otras preguntas me hago con frecuencia y la conclusión a la que llego es la misma: el diálogo sí; pero el compartir es mejor. Preferimos compartir un momento la gratitud, el respeto, la sonrisa, el llanto, el sufrimiento, la alegría, la esperanza, todo aquello que nos hace humanos, que nos hace próximos de verdad, aquello para lo que no se necesitan palabras, sólo silencio. Pues las ideas solamente son ideas, construcciones mentales sin gran importancia. Prefiero no hablar y experimentar cada instante de la vida en compañía, con amor y paz, y abandonarnos en el Vacío que todo lo llena. Ahí surge el verdadero diálogo, sin agendas, sin intenciones, sólo estar, sólo sentir al otro. ¿No es este el verdadero amor al prójimo? Carlos de Foucauld así lo entendió y dejó hacer, se abandonó a las circunstancias del momento, supo dialogar sin hablar, con la cercanía y compañía transmitió el mensaje de Jesucristo, el amor de Dios. Y fue admirado y querido por aquellos beduinos, aquellos nómadas que no entendían la religión con palabras y sí con hechos.