Charles de Foucauld, mi padre

Columna de Pablo d'Ors en el número 3224 de la revista Vida Nueva                                                                         
 
Charles de Foucauld será canonizado próximamente y el papa Francisco le cita en su Fratelli tutti como modelo de evangelizador. Muchos sabíamos ya, naturalmente, que era un santo y, todavía más, que su vida y mensaje son claves para la historia del espíritu, pero nos alegra que también otros lo reconozcan: una bonita ocasión para reflexionar sobre su legado.

Nace en 1854, época en que florecieron muchas congregaciones religiosas. Todas las ínfulas fundacionales de este aristócrata francés, sin embargo, quedaron sin fruto. Muere en 1916 por un tiro disparado por un muchacho asustado, ni siquiera fue martirial. Murió solo, en silencio, en el desierto, ignorado. Murió exactamente como había vivido: muy emblemático.

Su conversión advino viendo la devoción y fe de los musulmanes, así como gracias a una mujer y a un libro. La mujer fue su prima, Maria Bondy; el libro fue Elevaciones, de Bossuet. Es la mujer la que engendra la palabra en él. Nuestra fe nace cuando nuestra parte femenina acoge, gesta y alumbra la realidad...: algo que debería hacernos pensar.

Tras este acontecimiento, que partió su vida en dos, en su vida solo hubo desierto. Foucauld no tuvo ninguna experiencia mística más. Sobrevivió por pura fe.

Para comprender su figura, yo seleccionaria estos tres momentos de su biografia. Una: cuando, preso de una pasión exploradora, se disfraza de judío y durante todo un año recorre Marruecos de incognito, cartografiando el país y arriesgando la vida. Dos: cuando se hace criado de las clarisas, en Nazaret. ¿No es subvertir el orden establecido que un sacerdote, normalmente asistido por las religiosas, sea quien las asista a ellas? Foucauld va a Tierra Santa no para hacer turismo, sino para esconderse en un agujero. ¿Es que no da igual un agujero en África o en Europa? Y tres: cuando acomete, ya al término de sus días, un diccionario francés-tamacheq. ¿Hay amor más grande a un extranjero que aprender su lengua, siendo la lengua, como decía Pessoa, nuestra verdadera patria? 
 
En estos tres hechos está la entera evolución espiritual de este hombre. Uno: la pasión por el mundo, por conocerlo, por contribuir a la ciencia y al progreso. Dos: la pasión por Dios, por el servicio, por la abnegación y olvido de sí mismo. Y tres: la pasión por el otro, por el hermano, por su palabra, por la cultura. Mundo, Dios y prójimo, podríamos sintetizar. El mundo le llevó a Dios y Dios le condujo al hermano: esta fue su parabola vital. 
 
Paradoja quizá sea la palabra que mejor lo explica todo. La paradoja como búsqueda y fidelidad, pues Charles de Foucauld buscaba a Jesús, a quien ya había encontrado desde el principio. Su búsqueda no era infidelidad a lo que había vivido antes, sino una fidelidad más profunda. Pero paradoja, sobre todo, entre vida misionera y vida cotidiana. Foucauld combinó maravillosa y atribuladamente el arquetipo del misionero y el del ermitaño. Se fue lejos de su tierra... ¡para ocultarse! Para vivir lo cotidiano, lo que llamaba el carisma de Nazaret. Hemos de irnos muy lejos para apreciar el valor de lo pequeño, para entregarnos a lo ordinario. Necesitamos distancia para apreciar lo cercano.
 
Como amigo del desierto, me siento uno de los hijos que Foucauld no pudo ver. Por eso le rezo: Charles, gracias por haber vivido, muerto y renacido continuamente. Enséñanos a morir y a renacer como tú y como Jesús, tu Bienamado.