La noche en llamas de Eric-Emmanuel Schmitt

La aventura comienza cuando le hicieron la propuesta de participar en un filme sobre el místico del desierto Charles de Foucauld.                
          
 
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En 2015 el autor franco-belga Eric-Emmanuel Schmitt publicó un pequeño libro llamado La Nuit de feu. En esta obra el escritor cuenta la historia de su conversión una noche de invierno en el desierto del Sahara.

Es imposible no comparar el relato de Schmitt con el libro Le Royaume publicado por Emmanuel Carrère un año antes. El texto de Carrère, traducido al español por la editorial Anagrama, tuvo muy buena recepción en Hispanoamérica y eso explica —por lo menos en parte— que el Premio FIL de Literatura 2017 le vaya a ser otorgado en la Feria del Libro de Guadalajara este mismo mes. Sin embargo, los libros de Schmitt y de Carrère, aunque tocan temas muy cercanos, no podrían ser más distintos. Mientras que el de Schmitt cuenta la historia de una dichosa conversión, el de Carrère es el relato de un triste abandono de la fe cristiana.

Eric-Emmanuel Schmitt nació en 1960. Estudió en la Escuela Normal Superior y luego obtuvo un doctorado en filosofía con una tesis sobre Diderot. Se dio a conocer como dramaturgo y luego como novelista, convirtiéndose, en la última década, en uno de los autores francófonos más representados y más leídos en todo el mundo.

La historia que nos cuenta en La Nuit de feu, y que aquí quisiera reseñar, sucedió cuando él tenía 28 años, era profesor de filosofía y todavía no se decidía a convertirse en escritor profesional.
  
La aventura comienza cuando le hicieron la propuesta inesperada de participar en la elaboración de un filme sobre el místico del desierto Charles de Foucauld. En compañía de un equipo multidisciplinario, en el que iban geólogos y botánicos, viaja al sur de Argelia para documentar los sitios en los que vivió Foucauld durante los últimos años de su vida. El grupo se interna en el desierto para llegar a una zona montañosa que está a varios días de distancia de la ciudad más cercana. Bajo la bóveda estrellada, Schmitt no podía dejar de reflexionar sobre sus miedos y carencias. La amistad que entabla con el guía tuareg le ofrece una perspectiva distinta de la existencia. Ese hombre —que es más o menos de su edad— no sólo vive en un mundo muy distinto al suyo, sino que se mueve en él con una seguridad, con una sabiduría, que al francés le parecen admirables.

Un día subieron las montañas de Ahaggar y Schmitt quedó maravillado del escenario natural. Le dijo al guía que podía regresar él solo al campamento y después de caminar durante varias horas se percató de que se había perdido. Llegó la oscuridad y construyó un pequeño refugio para protegerse del intenso frío. Esa noche Schmitt tuvo una experiencia mística: Dios existe, todo tiene sentido. A la mañana siguiente, invadido de una energía inexplicable, logró regresar al campamento.
 
Schmitt narra su historia de manera sencilla, sin distraerse con una teología del acontecimiento. Sin embargo, en un pequeño apéndice ofrece algunas ideas que nos permiten conocer su posición personal ante el fenómeno religioso. Schmitt se distancia del creyente dogmático y del ateo dogmático. Para él sólo hay tres actitudes honestas ante la divinidad: no sé pero creo; no sé pero no creo; no sé y no me interesa. El punto de encuentro de las tres posiciones es la aceptación compartida de que no podemos saber nada sobre Dios; es decir, de que creyentes, no creyentes y agnósticos se encuentran en un estado epistémico semejante. Siguiendo a Pascal, cuya influencia se percibe a lo largo de la obra, Schmitt considera que la fe es asunto del corazón, no de la inteligencia.
 
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